Jesús se rodeó durante su ministerio del grupo de los Doce Apóstoles y de un grupo de mujeres que le ayudaban incluso con sus bienes. Algunas habían sido sanadas por él de diversos males y otras pertenecían a las clases altas de la sociedad como Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes. La tradición ortodoxa honra como santa a la mujer de Pilato, Claudia Prócula. El aprecio de Jesús a las mujeres está fuera de toda discusión como indica la elección de María Magdalena como primer testigo de su resurrección. Este grupo de mujeres aparece en la cercanía del Gólgota viendo la muerte de Jesús. A ellas se apareció Jesús cuando regresaban del sepulcro vacío. Tampoco sería extraño que Jesús contara también con mujeres simpatizantes entre las esposas de los miembros del Sanedrín —como Nicodemo y José de Arimatea— que defendieron a Jesús y le honraron en la sepultura.
Que María, la madre de Jesús, participó en las actividades de Jesús y ocupaba un puesto importante en el grupo de mujeres, es de lógica elemental. Al pie de la cruz aparece con otras mujeres y en Pentecostés está presente junto a los apóstoles. El papel de María en la tradición sobre Jesús, recogida en los evangelios de Lucas, Mateo y Juan, indica que fue más que la madre física de Jesús. Digamos que fue la mujer.
No es extraño que su propio hijo la llame, en Caná y en el Calvario, «mujer», lo que ha extrañado a numerosos estudiosos. Francisco de Quevedo decía que Jesús, al utilizar esta palabra, pronunciaba «sacramentos»; es decir, misterios. Se refería a ella como la mujer por excelencia, anunciada por los profetas, que, en contraste con Eva, sería madre de todos los creyentes representados en Juan. Ampliaba a todos los hombres, por decirlo así, su vocación de madre, sin restringirla solo a Jesús.
Desde entonces, María es presentada como icono de toda la Iglesia, que personifica lo que H. de Lubac llama «el eterno femenino». Esta dimensión femenina de la iglesia y su realización en María está explicada en la carta apostólica de san Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, que, a juicio de la escritora italiana Maria Antonietta Macciocchi, constituye «un texto pasmoso» por su rigor intelectual y porque constituye una contribución del magisterio de la iglesia a la emergencia, en aquel momento, de un neofeminismo de inspiración ecuménica y cristiana que sitúa a María en el centro de la reflexión antropológica y teológica y la proyecta sobre el debate de lo femenino, entendido no en oposición ni como deconstrucción de lo masculino, sino en la alteridad sustancial del acto creador de Dios. El Papa Wojtyla no pretendió sacar a María del ámbito sacro de la revelación, donde tiene su contexto ineludible, sino proyectarla sobre la sociedad para desvelar que entre lo sagrado y lo profano, entendiendo por profano lo puramente secular, no hay frontera ni oposición. María, la mujer, tiene mucho que aportar al auténtico feminismo porque representa, según Mulieris dignitatis, el «genio femenino» que a lo largo de la historia ha tenido sus manifestaciones en todos los pueblos y naciones.
En la fiesta de la Fuencisla conviene recordar que la devoción a María, además de lo propio de la fe cristiana, expresa también que el pueblo descubre en ella a la «mujer» que traspasa las fronteras de la mera devoción al recibir de su Hijo en la cruz un título que puede ser acogido como la clave para entender, sin restricciones ni prejuicios, el proyecto inicial del Creador sobre la humanidad.
Mons. César A. Franco Martínez, Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia.
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